Vida a un paso

A un paso de vivir. 
A un paso de morir. 
A un paso de no se. 

A un paso de saltar. 
A un paso de subir. 
A un paso de llegar. 

A un paso nada mas. 

El amor es la fuerza  
que une personas distintas. 
Es la magia que hace 
desaparecer el miedo. 
Es la fuerza que mantiene 
alejadas a las estrellas, 
y mueve el agua del mar 
en olas hacia la playa, 
y las devuelve otra vez al mar. 

Sin amor estás a un paso. 

A un paso de parar. 
A un paso de perder. 
A un paso de volver. 
A un paso de ti. 
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Mechiiii !

Ese grito de cariño, en la voz de mi madre, abría una subida de cinco o seis tramos de escalera hasta el segundo piso, donde nos esperaba ya, asomada a la barandilla, mi tía Mercedes en los años setenta a ochenta.
Siempre con su sonrisa abierta.
Una mujer menuda que se hace gigante según te acercas a su corazón.
Conmigo fue especialmente cariñosa. Y os aseguro que le correspondo a corazón abierto también.
Me alimentaba el alma visitar a mi abuela Engracia, mi madrina, en su casa, y a mi tía enteramente dedicada a su atención y cuidado. 
El ratito en el balcón con persiana, desde el que podía ver la rotonda de la plaza Reyes Católicos, con sus árboles enormes, que casi podía tocar desde allí. Y la Puerta de Palmas y el Puente Viejo.
Y su interés porque le llevará a casa a mi novia, siendo ya mozos.
La imponente planta del tío Manolo a su lado.
Siempre he sentido orgullo y admiración por ella, superándose ante cada adversidad, y en su vida han sido de máxima dificultad, sin perder esa sonrisa que adoro. Es guapísima.
De su talento cosiendo y bordando, ha echo su virtud y su manera de defenderse, cumpliendo con plazos cada vez más exigentes.
Me alegro de haberle presentado a la gente que demandaba artesanía de costura, que dio salida a su talento y ayudó a colmar los apuros. Siempre con alegría, siempre con humildad.
Es enorme el cariño y la admiración que le tengo a mi tía más pequeña, de las Piriz una grande.

Joaquin Costa

Joaquin Costa (1846 – 1911) fue un jurista, historiador y erudito, que soñó con reformar España para acabar con la corrupción, promover el desarrollo y acercarla a Europa. Quizás por eso nadie se ha atrevido, hasta la fecha, a cambiar el nombre a las calles que tiene nominadas por toda España.


La que a mi me interesa, en mis recuerdos desde la mirada de bajito de siete u ocho años, donde todo me parecía fascinante y enorme, está en Badajoz, junto a la Puerta de Palma. Y corre junto al lienzo de muralla que arranca de ella, a un lado del río, en dirección a la Puerta de Carros de la Alcazaba.
Allí nací, en casa de mi abuela Engracia, mirando de frente Puerta Palma, la muralla y el “cuatro”, donde tantas veces jugaron mis tíos y mi madre. 
De esa casa del segundo piso siempre recordaré como al entrar en el zaguán gritábamos “abrir” a través del hueco de la escalera para anunciar la visita a tía Mechi.
Desde su balcón con persiana miraba con curiosidad las calles, la gente y algún que otro coche que circulaba en la calle o en la plaza.
Siempre me llamó la atención los enormes árboles de la Plaza que daban sombra y un poquito de frescor en verano. Siempre con gente, con bullicio, a veces llena de autobuses de portugueses que venían, especialmente a la feria de San Juan, a finales de junio, recién comenzado el verano.
Y el trasiego de familias gitanas hacia el Convento; ellas con sus enormes faldas hasta los pies, superpuestas unas encima de otras, y su delantal; ellos vestidos de negro y sombrero, con una vara en la mano.

En la misma calle Joaquin Costa, en el número 22, visitaba a mi tía Nana. Una casa con un enorme cocherón que abarcaba casi por completo la fachada, dejando justo el espacio para la puerta de acceso a las viviendas del primer piso.
Me quedaba extasiado mirando las maniobras del gigantesco camión de mi tío Joaquin, cargado de sal, entrando por ese portón. Casi no cabía. 
Cuando el camión estaba de viaje, la cochera me parecía mucho más grande. A veces tenía aparcados unos isocarros rotulados con “legia Romo” preciosos, y nos dejaba subir en ellos y jugar a conducirlos, moviendo con esfuerzo sus manillares y saltando en los asientos, simulando que estaban en marcha.
En un lateral tenía mi tío una pequeña oficina de mamparos de madera y cristal, con una ventanilla para despachar los pedidos y cobrar. Me gustaba bajar allí con él. Lo tenía todo ordenado, con sus carpetas de anillas, y las azules y rojas de cierre con goma elástica. Su lapicero ordenado, el tampón con el sello, y la goma de borrar. Y una fotografía grande enmarcada de su camión de tres ejes.
Me encantaba como explicaba todo con paciencia y complacido por mi interés.
Al fondo del garaje tenía ordenado un banco de trabajo con herramientas y un pequeñísimo patio con un lavadero. En esta zona siempre acababa perdido de grasa, pero la curiosidad por coger las herramientas y probarlas me superaba. Antes de subir a la casa, me sacaba una pastilla de jabón y estropajo para lavarnos bien las manos, supongo que preocupado por aliviar la pequeña regañina que nos esperaba arriba.
A la casa subíamos por un acceso a la escalera y estaba en el primer piso. Empezaba con un larguísimo pasillo con varias curvas, que daba acceso a los dormitorios a la izquierda y el baño y la cocina a la derecha, desembocando finalmente en la sala. Al fondo de la sala, una gran estantería, donde alguna vez, uno de mis primos más pequeños que yo, trepaba como si fuera una escalera, con el miedo y disgusto de sus padres. Una proeza de atrevimiento, para mi.
Desde la ventana de la cocina, a través del patio, mi tía Nana nos avisaba de la comida, si estábamos en el garaje.
El pasillo era un desahogo para los niños. Era ancho y largo. Allí jugábamos correteando, o puestos de rodilla, unos enfrente de otros, pasando la pelota verde que te daban con los zapatos “Gorila”, en un torneo interminable (Quizás preconizó el juego Air-Hokey de las salas de juego). 

Nosotros vivíamos bastante lejos, junto al nuevo hospital. Pero los sábados por la mañana, no tenia ninguna pereza en ir con la bici o caminando para ver a mis abuelas y acabar en casa de tía Nana.
Aún todavía los echo de menos.

Perdido aquí en …

A veces me paro  
camino de casa  
y miro extrañado, 
no se lo que pasa. 
No estás a mi lado 
cogiendo mi mano, 
no veo tu cara. 
Desapareciste, 
se me rompe el alma. 

A pesar del tiempo  
pasado contigo, 
del tiempo perdido  
desde que marcharas, 
no encuentro la calma,  
te extraño a diario, 
el corazón partido  
no espera a mañana. 
Me siento perdido. 

Y mirando el cielo,  
suspirando en llamas.  
En la orilla del mar  
cada día me llama. 

El amor eterno  
el pecho atrapaba, 
digo lo que siento: 
Sin ti no tengo nada. 

Buenos días 
Amor 
Amor, amor. 
Perdido. 
Cada mañana.  
Déjame soñar
Soñar, soñar
Contigo.

Maldito

Querido olor antiguo 
que me llena 
de amor. 

Preciosa flor 
que te colma 
de color. 

Rancio calor 
que mancha así  
de frescor. 

Exquisito sabor 
que me seduce 
de dolor. 

Camino sin tiempo 
por una ilusión perdida
en la memoria. 

Como un paseo chico 
andado de puntillas  
en la infancia más feliz. 

Sintiendo alrededor
Clamor sanador 
temor matador 

Maldito amor 
que te mata 
de amor. 

Gritar

¿Cómo hacer para aliviar 
mi dolor más personal?
Luchar por superarlo
ha sido inútil.

Y solo me queda subir,
necesito el punto más alto,
de la montaña más alta.

Para gritar desde allí tu nombre,
y descargar mi odio y mi pena
por haberte perdido, amor.

Tengo miedo a decidir.
Ir volando a tu encuentro
por el camino más rápido,
que sin duda es morir, amor.

No es mi mejor día 
Ni mi mejor idea
sin duda es debilidad
en una persona perdida, amor

Mándame tu fuerza
Tú esperanza y tú alegría 
Para no torcer mi conciencia 
Para ser quien tú querías, amor
Feliz

La llave

Vivíamos en un pueblecito blanco de la Vega del Guadiana, pedanía de uno cercano. Un pueblecito nuevo que se iba haciendo poco a poco.
Al pasar de los días le iban instalando las luces, las aceras empedradas y algunos árboles.
No se cuantos años tenia. Pocos, cinco o seis si acaso. 

Ese día, por la tarde, mientras en mi casa había visita, llamaron a la puerta. Fui corriendo; a mi me correspondía abrir, soy el mayor de los hermanos. Un hombre joven venía a buscar algo de la casa de al lado. Lo atendió enseguida mi padre. Me dio una llave grande, y me pidió que lo acompañara a recoger lo que pedía y cerrara después la puerta con la llave. Prestaba toda la atención a lo que me decía, con los ojos bien abiertos para que no se olvidara nada del encargo.
-No te entretengas y vuelve volando, que es casi de noche. Y no pierdas la llave. – me dijo antes de volver con la visita.
Acompañé al joven donde recogió lo que necesitaba. Cerré la puerta, corriendo el cerrojo hasta el final. Saque la enorme llave de la cerradura, la guarde en el bolsillo que la camisa tenía en el pecho, y eche a correr como un poseso por el camino de regreso. Al entrar en el rellano delante de la casa, bordeando un pequeño seto del jardín, resbalé y caí de bruces delante de la puerta, clavándome la llave en el pecho.
Justo en ese momento la visita se marchaba, y mis padres la despedían allí junto a la puerta. Me levanté del suelo avergonzado, con las rodillas sangrando y los pantalones y la camisa manchadas de barro. Una lágrima me cruzaba a traición la cara, cuando delante de mi padre, le entregaba la llave enorme mientras decía: – está todo cerrado. –

Me mandaron arriba, a limpiarme lo manchado y curarme las heridas de las rodillas y las manos. Ya solo en el baño, al quitarme la camisa, me di cuenta del otro daño. En el pecho izquierdo señalado tenía la llave marcada como si la hubieran dibujado.
Desde pequeño me gustaba que me mandase recados. Mi vecino se sentaba en una silla de madera y esparto a la puerta de la calle. Me ponía en la mano una moneda y en la otra una botella de cristal. – ve a la cantina y que te den lo de Leandro. – Y allí me plantaba yo con un litro de aguardiente en la mano, cruzando dos o tres calles para hacer bien el recado.
No se cuantos años tenía. Pocos, quizás cinco, o seis si acaso. Y no se me olvidará nunca la llave de mi primer encargo, ni la botella de Leandro.

Volver a ti

El eterno retorno de Carmen Salazar
Solo pedía treinta días de amor eterno, 
con la esperanza de que durara siempre. 
Y la certeza se abrió el camino más difícil. 
Ni un solo día concedido después del fin. 

Ahora me toca a mí afrontar el desafío. 
Sin más ayuda que un punto en el infinito horizonte.
Y no perder el rumbo ni la compostura, 
para alcanzar lo que siempre busque, no se donde. 

Sin ceder ni un ápice en mi viejo empeño,
no ha llegado aún la hora de desistir.
Cuando todos los cabos estén atados, 
empezaré a pensar qué sentido tiene insistir. 

Si vivir siempre fue inmensamente bello, 
intensamente quiero
volver a ti,
amor.

Imagen.- El eterno retorno, de Carmen Salazar

¿Estás aquí?

Ahora que viniste, 
ando con miedo 
de volver a perderte. 

Con todo lo que espere, 
el anhelo con que soñé 
un sueño imposible. 

Y ahora estás aquí, 
tan feliz,  
volviendo a reír. 

Tú me completas,  
no sé vivir así, 
sin ti, amor. 

Un abismo me espera. 
Saltar o caer, 
no hay más. 

Es si o nada. 
Y no veo en tu mirada 
el compromiso. 

Iremos despacio, 
al ritmo que marcas. 
No dejaré de confiar. 

Las distancias 
nos alejan, 
y el tiempo también. 

Esperaré 
tu impulso. 
Y saltare después. 

A tu abrazo 
me someto 
con toda mi fe. 

Y espero 
perdido 
tú amor imposible.