En mitad de la noche, paralizado en mi cama. Un pequeño grupo de figuras etéreas a mi alrededor. Son tall grays que susurran entre ellos:
- Señor. No quiere salir. Está aferrado a su familia, a sus hermanos y sus padres. Nunca los abandonará. Aquí se siente feliz y seguro.
- Habla con él. Explícaselo. Lejos será libre, crecerá sin complejos, sin cargas. Y si se niega, sácalo a rastras, escaleras abajo hasta la puerta, que la dejé abierta a la noche. Y allí nadie escuchará sus gritos, ni sus suplicas. Nadie vendrá en su ayuda. Tendrá que luchar solo con todas sus fuerzas si no quiere perderse para siempre en la oscuridad.
Me tomaron por los tobillos y me arrastraron escaleras abajo, hasta el zaguán. Intentaba gritar, pero no salía sonido alguno de mi garganta. Bajando el último tramo de escalones vi la puerta de casa abierta. Hacia afuera nada se veía. Y el viento agitaba las copas de los árboles grandes de la explanada.
Luchaba extenuado, muerto de miedo. En el momento final, me zafé de su agarre y mi espíritu voló escaleras arriba, a recuperar el cuerpo tendido inerte en la cama, empapado en sudor y lágrimas.
Ese verano estalló la guerra entre árabes e israelíes. Horrorizado, me juré que me pondría en medio de la batalla para poner fin a esa masacre, “Nadie dispararía a un niño”.
Tenía siete años. Fue en octubre. En la casa de los maestros. Nunca le conté nada a nadie.