Cuento Sultana de Istanbul
Que dulce despertar de luna llena.
Entre el arrullo del amor correspondido.
El primer color de la mañana.
Tus abrazos con dulzura, recogidos.
Si quisieras darme una caricia,
tu que nunca pides nada, generosa,
yo te regalaría mi alma de por vida,
que lo que se da no se reclama. Misteriosa.
Y esta canción escrita en la mesa de un bar (1)
Viaja conmigo en mis sueños, Princesa.
Déjame ser tu Capitán,
que te acompañe y te guarde
en las orillas del Bósforo,
volando las Chimeneas de las Hadas, soñé.
En las calles empedradas de Toledo, seguí soñando,
y viviendo el atardecer en las ventanas de La Alhambra a sus jardines, te abracé.
A ti entrego mi espada,
Mi Reina
Mi tesoro azul
MyQ

P.D.- A menudo preguntas por las razones de lo que escribo, por la verdad, la certeza de cuanto lees. La verdad es que invento casi todo, como si dibujara unos trazos en un papel en blanco torpemente. Y como no se dibujar, no fuera fiel reflejo de la «verdad», y no se pareciera al original.
Así es en realidad. Escribo prosa poética. Lo que, necesariamente, me separa de la realidad y su parecido.
Pero hay VERDAD en lo que escribo.
(1) La realidad es que escribí de pie, parado como un pasmarote delante de un semáforo en verde que no pensaba cruzar, para que no se me escapara ni una sílaba de la inspiración momentanea. Pero esta verdad, como casi siempre, es grosera. Sin embargo la poesía permite dibujar trazos, aunque sean gruesos, para interpretar la realidad.
Entonces imaginé que escribía los versos sentado a una mesa de un bar, a solas entre la bulliciosa clientela, en una esquina en penumbras.
Cuando creas, es tuyo, son tus emociones. Cuando lo compartes, es de quien lo contempla. Las emociones que le provocas son únicamente suyas, mientras te quedas traspuesto al otro lado del cristal del espejo.