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¿A que huele la guerra? le preguntaron a un famodo escritor, antes corresponsal de guerra.
- A plástico y carne quemada o podrida. Aún hoy con 70 años puedo identificar ese olor.
¿A que huele la paz y la vida?
Estamos tan acostumbrados a lo cotidiano, que no reconocemos los olores. Pero están ahí.
El olor del hogar, de las plantas y las flores, de la lluvia, del calor seco del verano, de los libros, el hospital, el trabajo, el gimnasio, el bar. El olor de los amigos, de los despachos. El olor del metro, de la ciudad. El olor de la música, del mar…
Los reconocemos a la primera, si cambiamos de ubicación, de ciudad o de circunstancias. También los recordamos cuando faltan, como el olor de la cocina de la abuela, el olor al desorden o el abandono, que huelen a polvo y ácaros.
La guerra destruye todo, y te marca con su olor peculiar para siempre, olor que rima con horror y dolor.
Nadie olvida una guerra. Ni siquiera cuando has conseguido con enorme esfuerzo un largo periodo en paz.
Esos 70 años que han convertido a un joven periodista, corresponsal de guerra en un escritor de novelas y en esforzado lector, no olvidan.
Su mirada y sus recuerdos intactos de instantes horribles de su juventud.
La humanidad no aprende, o lo hace con una lentitud pasmosa y exasperante, como si no fuera de vital importancia parar la guerra de inmediato, guardando las formas del juego político absurdo, eludiendo el imperativo imprescindible de evitarlas.
Que penosa enfermedad mental, intelectual y tan humana, caer en la tentación de imponer por la fuerza de la guerra manejando cálculos de muerte, dolor y miedo, como daños colaterales «necesarios», víctimas inocentes «inevitables» incluso bajas por fuego amigo, contando muertos anónimos, que no lo son, destruyendo y aplastando todo a su paso, atrapando en fuego cruzado a inocentes, empleando la fuerza descomunal y desproporcionada de una maquinaria de guerra, costosisima y absolutamente prescindible.
Deberíamos convenir y legislar la prohibición total de armas, con el argumento aplastante de que sólo sirven para arrasar y matar.
Si nadie las tiene, desaparece esa posibilidad. Y también de reconocer y aislar a quien la provoca, la auspicia o la alimenta.
Soñar con recursos que generan unión y progreso, como las escuelas y universidades, la formación, la difusión de la historia, la promoción de la cultura, de la música, literatura, teatro, la filosofía, el orgullo de pertenencia compatible con la curiosidad que te lleva a aprender de otros, el mestizaje. La investigación y el desarrollo en industrias que supongan mejora de la calidad de vida, progreso, salud. La atención y el cuidado de la infancia, la discapacidad, los mayores, mejorando sus derechos. Decidir políticas de integración trasversal, sin discriminación de edad, sexo, religión, etnia…
Nos sobran motivos y razones para emplear todas las capacidades y recursos en todas direcciones.
Menos LA GUERRA. Herencia sanguinaria, ancestral, inutil, destructiva y dolorosa que no hemos erradicado y que es fácil, y necesario objetivo de supervivencia.
Depende de nosotros desechar el olor a la guerra para siempre.
Y no lo hacemos. ¿Porque?
Perdonen que les escriba.