Y se murió el marqués.
Sin título ni legado.
Siempre rodeado de gente, siempre tan solo. En su cara una sonrisa como siempre.
En su habitación nadie presente y mucha gente de paso.
Todo pasó tan deprisa.
Murió joven para su edad, pero mucho más tarde de lo que hubiera deseado.
Tan solo siempre, desde hace tanto tiempo, que ha sido un milagro que llegara entero a este momento. Siempre dijo “todos vamos a morir, pero no hay prisa”, tranquilos.
Claro que de todo, siempre le salvó escribir.
Siempre es pronto para morir, no es una frase que se le pueda aplicar ante el deseo intenso del que hacía gala en cada momento por despedirse.
Al contrario, “me voy” era una cantinela que repetía machaconamente casi nada más llegar a cada sitio, a cada reunión, para el desespero de los anfitriones.
Buen anfitrión él en sus dominios. Ponía todo su empeño y esfuerzo en demostrarlo hasta un nivel obsesivo, casi excesivo.
No fue nunca el ser más sociable que pudieras encontrar. Más bien gustaba de estar apartado, en largos silencios, paseos en solitario, enfrascados en sus pensamientos y sus cuentos. Y así también gran observador, meticuloso, mirando todo al detalle, tan curioso que ni el más insignificante se le pasaba de mirar.
Aprendió desde bien joven que el máximo poder e influencia consistía en haber ayudado a “crecer” a la gente que le rodeaba, consiguiendo mejorar su vida y sus opciones de progresar.
No admitía regalos ni reconocimiento. Siempre anhelaba pasar desapercibido.
Cuando fue necesario, no le importó tomar el trabajo de otros con tal de conseguir acabar con la tarea de todos.
Queriendo ser escudero, le tocó por propia iniciativa comandar la nave, asumir las decisiones sin pestañear. Blandiendo su buen criterio en cada momento, aceptando los errores propios y los extraños sin rechistar, intentando resolver conflictos y mejorar las reuniones de gente con opiniones dispares.
Mejor consejero de otros que de aprovechar sus propias oportunidades.
¡Que buen caballero, si tuviera un gran señor! que escribieron del Cid, era como una sentencia que le perseguía en el tiempo.
De acuerdo a una vida interior intensa, se esforzaba para estar siempre alegre, como autodefensa a su destino, del que siempre renegó con rebeldía y consiguió cambiar definitivamente.
Siempre pensó que el gusto por la música y el buen humor, como tarea y predisposición diaria, fue la herencia materna.
Encontró en la fina ironía una forma de expresión a su medida, escuchando en silencio desde pequeño a su padre, y luego reafirmando su gusto en conversaciones reveladoras entre risas auténticas y sinceras con su tío jesuita, indiscutible referencia vital, y que fue esclavo de sus creencias, su genio y su “parroquia” hasta el último día desafiante de su intensa vida.
Fue engordando su currículum oculto, estudiando sin parar todo lo que creía necesario a su causa, siendo el gusto por los libros y la lectura su herencia paterna más considerable.
Sus amores, espléndidos, intensísimos y escasos, fueron sin duda su motor y su energía. Nunca aprendió a estar solo, y ese fue su final.
Sus nietos fueron definitivamente su debilidad, y la certeza de que se le escapaba la vida, esa que ya no le pertenecía.
Sus hijos, todos y cada uno, una pizca parecidos pero todos distintos y únicos, fueron su devoción y su CAUSA por siempre. Para cada uno guardó un pequeño tesoro escondido en un abrazo, una mirada, una sonrisa, una complicidad y un beso.
Fueron llegando poco a poco hasta colmar una vida extensa y fueron imprescindibles para agrandar su personalidad y su experiencia.
A los veinte y pocos años, y recién casados, ya le leyeron a él en la palma de la mano, paseando las calles de Granada, que la vida le sería larga e intensa, con hijos y amor, aquella gitana morena y espléndida, “dame tu mano, marqué, y cómprame un romerito” Y la voluntad.
La voluntad nunca le falló. La voluntad y los sueños, que maduraron el perfil de su rostro de niño y cincelaron un cuerpo enorme de adolescente en cada entrenamiento de madrugada, antes de clases del colegio, al que no faltaba nunca, aunque lloviera o helara de frío como solo hace en Extremadura, enfundado en sus pantalones cortos y camiseta de baloncesto a pesar de cualquier inclemencia. Nunca dejó ese juego hasta casi los treinta.
Cantar y tocar la guitarra, que abandonó en una decisión estúpida por un mal de amores.
Las primeras canciones cantadas a dos voces con su hermano más querido, que le abrieron el alma y la curiosidad por escribir historias cotidianas, a la sombra de una encina en las tardes espesas de calor del verano. Y el folk country y las guitarras acústicas prestadas…
El tocadiscos y la música de sus padres, las canciones a “grito pelao” en los viajes en coche, apelotonados los seis hermanos, unos encima de otros, en el asiento de atrás de un Renault 4L, atrapó su atención para siempre.
Y luego la guitarra, la primera llegó a casa de la mano de su única hermana y sus clases de rondalla, pero seduciéndolo a escondidas tardes interminables de aprender los acordes, autodidacta, en el salón de su casa.
La libertad que le otorgó conducir, su inmenso amor por los coches, su pasión por las motos, desde el primer ciclomotor o el SIMCA mil usado y pintado a mano, hasta el utilitario de estreno, los coupe deportivos, todoterreno, monovolumen, los grandes sedán, por no olvidarse de las motos de cross, escúters, deportivas, sport tourer… dejan rastro singular de su habilidad y su afición.
Conducir fue su experiencia y pasión más transversal desde que se subiera a motor parado en la Mobillette negra de su padre con cinco años , la estudiara al detalle, admirado, sentado en cuclillas durante horas frente a ella sin desfallecer. Y luego la sucedieron la Lambretta, que el obispado asignó a su tío cura, y su chasis monocasco, su escudo de chapa, su pedal de freno, sus dos asientos separados, sus tapas laterales que escondían el motor y la rueda de repuesto …
En el coche familiar, siempre sentado en el asiento trasero, justo detrás de su padre, desde donde le observaba incansable durante cada trayecto, memorizando cada gesto, cada pisada al pedal y mano a la palanca de cambio, cada giro de volante, cada mirada …
La caterva de hermanos, queridísimos e imprescindibles primeros compañeros de juegos interminables, futbolistas, princesas, toreros, ciclistas y matadores de hormigas.
Su hermana, única hermana indefensa entre tantos hermanos varones, brutos pegadores de patadas, y a la vez tan valiente: fue siempre la única que durmió sola.
Ese primer año de vida, con su hermana gemela por tamaño, parlanchina, sentados en una mantita en el patio de casa, jugando inocentemente con un escorpión, tan FELIZ.
Todo tan rápido.
Al fin.