Era temprano, primera hora de la mañana. Una señora pregunta curiosa al recepcionista por ese señor de blanca barba, siempre sentado en una esquina, sin hacer ruido.
- Ese buen hombre tiene una historia. Es un misionero jesuita, que estuvo viviendo con los indios del Amazonas. –
Le explica Diego, quedándose la mujer perpleja.
Poco a poco me van llegando las imágenes de los dos años perdido en lo más profundo de la selva, viviendo en un poblado indio que me acogió cuando, vagando por los senderos, me perdí.
El día que me rodearon, asustado pensé que me capturaban y suponía el último día de mi vida. Tal era mi nivel de angustia y desesperanza. En realidad me salvaron, y cuidaron de mi todo ese tiempo que estuve allí.
Con humildad y curiosidad aprendí cómo era su vida. Me sentía como un “mono blanco” en mitad de todos ellos. Al fin y al cabo, también era objeto de curiosidad y observación; y eran más de treinta pares de ojos mirando. ¡No tenía ojos para todos! Siempre sobrexpuesto, no encontré donde buscarme un sitio discreto, en segundo plano como a mi me gusta, para observar y aprender.
Luego de comprender cómo hacían las cosas, pasé con torpeza a intentar hacerlas con ellos. Una cura de humildad para mi, y de paciencia en su caso. Y siempre un montón de risas en medio. Este es un vehículo universal estupendo para repartir felicidad. Y esas personas eran felices allí. Felices con lo simple, con lo singular, cuidando con respeto y veneración de su casa y su gente.
Intente acompañarles a todo lo que emprendían, excepto a cazar. Era un desastre andando en la selva, haciendo ruido como un elefante en una cacharrería, frente a su andar silencioso. De ahí mi apodo nativo de gran tambor.
Alguna vez me atreví a ayudarles, poniendo mis conocimientos y habilidades, para facilitar o mejorar pequeñas tareas. Claro que no mostraron ningún interés, por ejemplo, en mi empeño de guardar agua en depósitos o cultivar tubérculos y verduras. Les pareció absurdo ese esfuerzo ante la abundancia y la generosidad de la tremenda selva, su casa. En cambio si atendieron a mis escasas facultades culinarias, que parecieron sorprendentes.
Les llamó mucho la atención los ratos de meditación y oración. Siempre fui un hombre profundo, callado y reflexivo, no especialmente religioso. Pero les aseguro que en mitad de la selva, la grandeza y la fuerza de la naturaleza me sobrecogía extremadamente, conduciendo a un estado de paz de camino a la fe. En eso siempre fui respetado.
Inevitablemente paso lo natural, y después de dos años, aquel paraje se convirtió en mi casa, y esa gente en mi familia.
Hasta que, un buen día, en mitad de un aguacero, un pequeño destacamento de la policía federal me rescató cuando buscaban a un misionero jesuita español también perdido.
A pesar de mis quejas y explicaciones, no conseguí convencerles de que no era la persona que buscaban. Mi larga barba blanca, mi aspecto, mi origen español y mi carácter calmado coincidían con la descripción de sus órdenes escritas. Mi desconocimiento del portugués acelerado y el miedo a que se descontrolara la situación, pudiendo hacer daño a la tribu, dispuesta a defenderme, también ayudó a zanjar con brevedad cualquier discusión.
Así abruptamente, sin apenas despedida, terminó mi estancia en el Amazonas después de dos años, que para mi fueron un suspiro. Un suspiro feliz lleno de risas y de calor, el que me daba mi familia de la selva. Los añoro muchísimo.
Y de golpe, así convertido en el misionero jesuita de larga barba blanca perdido en la selva del Amazonas, sin serlo.
P.D. Sorprendente los detalles de la historia, que si no la atropellas demasiado, convierte a los captores en cuidadores, y en raptores a los que rescataron.
Envidio muchísimo al misionero jesuita buscado, que con este rescate, acabo de liberar. Estará sin duda feliz en la selva.
(Basado en un relato improvisado de Diego, de Torremolinos, en plena pandemia.)