Cuando era pequeño, en las noches de tormenta mi madre nos mandaba poner los pies en alto. Se apagaba la tv, todos los aparatos y la luz eléctrica. Estábamos mejor a la luz escasa de un candil o un quinqué, y el misterio de sus sombras en la pared. A poder ser nos mandaba directamente a la cama.
Por supuesto nada de salir a la calle, y menos con paraguas o debajo de los árboles. Y quitarse de las corrientes.
Ya en mi cuarto, las noches de tormenta imaginaba un gigante que escupía rayos luminosos por los ojos y sus pisadas sonaban como truenos. No tenía mucho miedo, sino curiosidad. Me asomaba a hurtadillas al postigo de la ventana y miraba asombrado el espectáculo de luz rompiendo en el cielo oscuro. Y el llanto interminable del aguacero, arreciando a cada trueno, corriendo el agua por los tejados y ya en el suelo, calle abajo. Mañana tocaría saltar charcos con las katiuscas. Y, a pesar del atraso en el trabajo del campo, no se les veía tristes a Leandro y a Emiliana, ni a Leandrin con las vacas en el establo.
Y esos rayos.
Algunas veces restallaban como un látigo. Otras, sonaban más broncos y hacía temblar todo a su paso.
Ya no llueve como antes.
Aunque esta noche fue como hace años.
Apague las luces, la tv y me asomé al patio.¡Menudo espectáculo!
Aquellos maravillosos años.
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Si
Son los mismos ahora, si se sabe escuchar.
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