En mi pueblo, donde vivimos en mi caso, desde siempre y hasta los 8 años, las puertas de las casas y los portones del corral siempre estaban abiertos.
La gente entraba y salía como Perico por su casa, con la condición de que, nada más traspasado el umbral, se anunciaran a voz en grito o preguntaran por el dueño de la casa, también en el mismo tono. Ej.- ¡¡soy Luisito!!, y pa dentro. O también ¡¡Emilianaaa!! , y pa dentro también.
No obstante, a los chiquillos del lugar, nos flipaba trepar a las tapias, al salto o escalando árboles cercanos. Y andar a lo largo del filo estrecho y así pasar de un corral a otro, y de una casa a otra. ¡Era una cosa tremenda! A pesar de las riñas de los mayores, del riesgo de caídas, algunas con brazos rotos, o quizás por todo eso, andábamos como gatos trepando de tapia en tapia, y pasando de corral en corral. Los pantalones rotos en las rodillas y en el trasero, que remendaban nuestras madres con parches de escay. Quien más parches tenía, más caídas, más valiente. En fin… Arañazos, torceduras, raspones, echos un cristo todo el santo día dando saltos,… y felices hasta doler.
Cuando nos mudamos a la ciudad, pasamos un tiempo bastante triste. No podíamos salir a la calle, había un lío de coches por todos lados, no había corral, ni patio… ¡un desastre!
Hasta que un día, un vecinito me dijo: – ¿vienes a jugar al frontón a los Maristas?. – – Pero si está cerrado. Le contesté.
-No importa. Podemos saltar por la tapia. !Que!, ¡La tapia! No sabe este chico la alegría que me dió. Desde entonces no faltaba un domingo a jugar al frontón en Los Maristas, que estaba cerrado. Hasta que llegaba el hermano Paco y nos echaba de allí, que se estaba haciendo de noche. Y todos corriendo a trepar por la tapia y a saltar para casa.
Una infancia durísima. Perdón quería decir felicísima. ¡Ya te digo!