Con la mirada en el horizonte más lejano.
El frío condensado de mitad de noviembre.
Por Dios, apenas son las 5 y media,
aún no es tiempo de estar mirando.
Pero no quiero perderme hoy ni un solo detalle.
La oscuridad no se desvanece.
Sólo el oído agudiza la mente,
y te envía estímulos para que imagine.
Y el frío, húmedo, penetrante.
Permanezco sentado, abrazado a mis rodillas.
El tiempo pasa, despacio, muy despacio, imagino.
Pero no sé detiene.
Una hora más. Alguna lágrima atrevida se me escapa.
No estoy triste.
Vivo con la esperanza de verte amanecer, cada día.
La luz aclara lentamente el cielo espeso.
El horizonte se adivina lejano, inmenso.
Lentamente, muy lentamente.
Escucho alejadas, las pisadas de un insomne.
A lo lejos, el perfil más lejano tiembla.
La luz, difusa, trémula, tenue.
El corazón tranquilo se acelera impaciente.
Sigo sentado mirando, adivinándote.
Todo pasa lentamente, muy lentamente.
Algún eco de vida a distancia escucho,
mientras acomodo mi abrazo para no perderme nada.
Sin avisar, se aclara la noche, aparece lo cercano, acompañándome.
Altísimas palmeras que se acercan a mi espalda.
Una piedra enorme, muy cerca de la playa.
El murmullo de la vida se despereza y acrecienta.
Aquí cerca, madrugador, se paró un caminante.
Y como si todos parasen para no perdèrselo,
encendido en el horizonte un punto de sangre,
que prende anaranjado y añil el cielo lejano.
El tiempo no sé detiene, no sé detiene.
Un haz de luz se extiende por encima de las olas.
Si lo sigues hasta el principio, hasta el final,
la ves, la luz trémula hace temblar el horizonte.
Y de pronto apareces. El Sol.
Tembloroso, prudente, despacio, muy lentamente.
Alumbra el día fresco y transparente.
Te elevas sin prisa, dando vida a este día de noviembre.
Y mientras, la Luna, arrebatada, se esconde.
Amanece.





