Antes, cuando de verdad quería, creía que la casa era una fortaleza que contenía los valores, la paz y el cariño. Eran los recuerdos, el futuro, la referencia, era el hogar.
Hacíamos derroche de ello y compartíamos con la familia y los amigos.
Los tiempos de ahora me han hecho el gestor de la estancia, manteniendo la fachada en pie, y administrando sus servicios, los suministros de luz, gas y agua, la despensa, la conexión constante de teléfonos y red, la colada, y la limpieza. El combustible, la ropa, impuestos, y demás.
Ni una sola cosa más.
Así comparto piso con moradores, del tipo ese de solo para dormir y descansar, y también lo tengo del tipo ese de “armario”, solo para llegar ducharse, cambiarse de ropa y salir; pero ambos sin horarios ni compromiso.
Un lujo.
Sin discusión.
Perdí un hogar, y me encontré una casa enorme que atender a solas.
Reconozco que, según me vino de pronto, no me alcanza el tiempo para todo (cocinar, la ropa, la limpieza, la compra, … hasta la mascota) y menos para hacerlo bien, al punto que aveces recibo quejas por la falta de alguna cosa en la despensa, problemas con alguna prenda en la lavadora, y cosas así… domésticas.
Si recibimos visita, quizás almorcemos juntos. Pero rapidito, sin apenas sobremesa y conversación.
A los desayunos no llegamos, por la diferencia horaria, tú me entiendes. Y las cenas directamente sé cancelaron.
Lo mismo son cosas mías, pero esto, así como va no me gusta. Y estoy en la duda razonable, ese filo estrechito por donde es difícil equilibrar. Así que no se si echarlos o largarme.
El “fuego” del hogar está completamente extinguido.
Y ya solo queda la casa.
Y sus cosas.
Pero no perdamos el humor. El bueno, me refiero.
Y unas flores.