Cuando no distingo bien los matices, cierro los ojos y lo veo de nuevo en blanco y negro.
Claro que a lo mejor no es lo mismo exactamente, y algo imagino en lo que no estoy mirando.
Pero si que me ayuda a recordar lo importante, lo relevante, lo que me llamó la atención aquel rato.
Después vuelvo a abrir los ojos y miro.
Y ahora sí que veo los matices que, en principio, me pierdo.
Corro el riesgo de pasar por alto otros detalles, en los que no he reparado, y con la mirada puesta en lo que quiero, dejo atrás sin verlos.
Si tengo paciencia, vuelvo a cerrar los ojos, borro todo lo brillante y vuelvo a abrirlos de nuevo para mirarlos.
Así aparecen los otros detalles perdidos, en los que ahora me fijo impaciente.
Dejo pasar un rato. Descanso y dejo volar mi imaginación.
Y, finalmente, me invento una historia única, en la que el protagonista será el pétalo seco desprendido de la flor, la gota de agua en el cristal que se desliza perezosa y llega tarde, la brisa que mece un toldo no recogido al aire, junto a la playa, y las niñas que juegan un día de frío con la arena seca del mar de aquí, cerca de mi casa.
Y eso me hace feliz, triste, contento, cansado, extraño, distante, enamorado.
En blanco y negro, sin matices, esperando.
El amor no lo he agotado.