Cuento de Navidad. La casa

La última Navidad que pasé en el pueblo, tenía 6 o 7 años, no más. Eran tiempos revueltos en casa. Estábamos de vacaciones, todos. Carreras, frío y calor, partidos de fútbol interminables, y mañanas al sol, si había suerte, en el patio. Si no, una tanda de botas katiuskas todas negras, que pegan con todo (no las teníamos de otro color), y a sortear charcos y meternos en el barro. Acabamos siempre con la ropa perdida de agua y barro. Nada de aburrimiento. Mis hermanos y yo incansables, pasábamos de, echar carreras, tirar la peonza, marear con la pelota o disparar con pistolas y escopetas de palos, jugando a “La Ponderosa”, a sentarnos en cuclillas alrededor de la cocinita de mi hermana, porque era la hora de comer en el rancho. Todo imaginado. El menú, hojas verdes de maceta, con tierrita mojada; y de postre geranios rojos. Deliciosos, servidos desde la cacerolita de latón a la mini vajilla de mini platos de plástico de colores. Tranquilamente. No por mucho tiempo. La cosa se iba calentando, intentando subir a los arbolitos del patio, asustar a las gallinas o jugar al balón con la cabeza del muñeco de mi hermana, mientras ella, hecha un mar de lágrimas, reclamaba ayuda (esta era una fijación de mi hermano rubio, el del remolino en el pelo, a la que sucumbíamos de vez en cuando). Después de un castigo ejemplar, consistente normalmente en separarnos en las cuatro esquinas – ¡ahí quieto, sin moverte! – que tampoco duraba tanto, nos reagrupábamos en torno a nuestro campeón “matador de hormigas”, otro de mis hermanos pequeños (para mi eran todos pequeños, siendo yo el mayor) que ademas tenía muy claro que quería ser ciclista y matador de hormigas al mismo tiempo. Calcula que el ya tenía en esos tiempos dos o tres años de conciencia, que en su caso, era muchísima. Un líder.
Ese año mi hermana me dijo al oído que los Reyes Magos eran dos. Y que los teníamos todo el año en casa. Primero lloré. Después de unos minutos, ya más calmado, negué la veracidad de esa información. Yo los había escuchado alguna noche de Reyes, cargados de regalillos, no todos para nosotros, mientras apretaba los ojos cerrados y escondía mi cabeza bajo las sábanas sin respirar para no romper el hechizo. Pero mi hermana insistió, clavando sus ojitos negros en los míos, mientras me confirmaba su descubrimiento. La verdad es que ella quería ser mayor. Y yo no.
Sería nuestra última Navidad en ese pequeño paraíso donde crecimos (un poquito), en el 32 de la calle de las Mercedes, antes de ir a vivir a la ciudad. Una parte de mí, se quedó allí, en esa casa. Fué por siempre una FELIZ NAVIDAD

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