Distrae el frío y el miedo cantando una canción, nos decía mi madre, mientras silban sin parar los misiles, arañando sin piedad la tierra desgastada.
Donde ya nada es igual, donde la memoria es la caja donde se guardan rencores, y las flores el símbolo del pasado feliz.
El Dios de la guerra decidió que su ambición era terriblemente más poderosa e importante que las vidas insignificantes que estaba aplastando, todas prescindibles, carne de cañón, estadísticas frías y herméticas que servir con propaganda de telediario en cada bando, insensibilizado la opinión pública, maleable y también prescindible en la magnitudes que baraja la guerra.
Mientras, sin reaccionar, sólo conmovidos por el miedo a que el conflicto se extienda y el sonido de las bombas termine acercándose a nuestra puerta, la humanidad consiente su propia extinción. Como si los muertos no nos pertenecieran, y las caras desencajadas de dolor y horror no fueran la realidad verdadera a las puertas del invierno.
Canta, madre, canta, que los males espanta, que esos Dioses animales de la guerra se mueran, y los juzguen por crímenes de lesa humanidad, y se haga el silencio,
Y que lo único que suene sea tu canción.
